"Hasta entonces, la humanidad había vivido una vida totalmente armoniosa en el mundo. Epimeteo pidió a Pandora que nunca abriese la caja de Zeus, pero un día, la curiosidad de Pandora pudo finalmente con ella y abrió la caja, liberando a todas las desgracias humanas (la vejez, la enfermedad, la fatiga, la locura, el vicio, la pasión, la plaga, la tristeza, la pobreza, el crimen, etcétera). Pandora cerró la caja justo antes de que la Esperanza también saliera, junto con todo lo que quedaba dentro, y el mundo vivió una época de desolación hasta que Pandora volvió a abrir la caja para liberar también a la Esperanza." Fuente

sábado, 26 de abril de 2008

Canto Della Terra

Solos, totalmente solos... bueno no tanto, nos teníamos uno al otro. Por cinco años fue así. Era mi isla, mi fortaleza, mi muralla protectora, desde ese día que decidí abrir mi portal y dejarle entrar. El hizo mi muro con el suyo y mi corazón retozaba en sus brazos y mi mente se iluminaba con sus palabras, sus frases danzarinas que me alegraban, me transportaban y dejaban volar a lugares que jamas pise. Si, fue mi mundo y nuestras soledades se conjugaron para que fuera "nuestro mundo". Todavía recuerdo las frutas refulgentes al rayo de sol y el antojo de ciruelas que vino de la nada, de un ser que no estaba, pero que nos ilusionaba que estuviera. Y como no ibas a correr raudo a saciar mi deseo. Claro, te encandilaron las ciruelas y el amor que nos teníamos. No podías ver nada más, no, nada más. Te elevaste con gracia, con garbo, como un bailarín en su último baile, en su última pirueta. Dicen que caíste pesado, que golpeaste tu cabeza, que balbuceabas mi nombre. Pero yo me quede en tu vuelo sobre un cielo azul y cada vez que veo por mi ventana del loquero, solo puedo verte a vos, en tu último baile... el de mi último deseo.




Si lo sé
mi vida que tu y yo
estaremos juntos
solo algún instante
que callados miraremos
el cielo en la ventana
este mundo que despierta
y la noche va yéndose lejana
tan lejana

Mira nuestra tierra que
que gira con los dos
hasta estando oscuro
Mira nuestra tierra que
que nos ofrece el sol
y no nos deja solos, solos, solos

My love, amor, cariño mío
siento que me llamas
y el mar parece
como si fuera tu suspiro
y que tu amor me trae
este amor que va
como escondido en medio de sus olas
de todas esas olas
como una barca que...

Mira nuestra tierra que
que gira con los dos
hasta estando oscuro
Mira nuestra tierra que
que nos ofrece el sol
y no nos deja solos, solos

Mira nuestra tierra que
que gira con los dos
hasta estando oscuro
Mira nuestra tierra que
que nos ofrece el sol
y no nos deja solos

Mighty sun, mighty sun

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martes, 22 de abril de 2008

Curriculum


El cuento es muy sencillo
usted nace
contempla atribulado
el rojo azul del cielo
el pájaro que emigra
el torpe escarabajo
que su zapato aplastara
valiente
usted sufre
reclama por comida
y por costumbre
por obligación
llora limpio de culpas
extenuado
hasta que el sueño lo descalifica
usted ama
se transfigura y ama
por una eternidad tan provisoria
que hasta el orgullo se le vuelve tierno
y el corazón profético
se convierte en escombros
usted aprende
y usa lo aprendido
para volverse lentamente sabio
para saber que al fin el mundo es ésto
en su mejor momento una nostalgia
en su peor momento un desamparo
y siempre siempre
un lío
entonces
usted muere

Mario Benedetti

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lunes, 14 de abril de 2008

Mil Grullas


Primavera de 1945

Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los chicos. Pero ellos eran nuevos en el mundo. También, como todos los chicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y Toshiro no entendían muy bien qué era lo que estaba pasando. Desde que ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer en torno a las noticias de la radio, que hablaban de luchas y muerte por todas partes.

Sin embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos cada día para descubrirlo.
¡Ah... y también se estaban descubriendo el uno al otro! Se contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela, cuando suponían que sus miradas levantaban murallas y nadie más que ellos podían transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos. Apenas si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio... Pero Naomi sabía que quería a ese muchachito delgado, que más de una vez se quedaba sin almorzar por darle a ella la ración de batatas que había traído de su casa.

No tengo hambre- le mentía Toshiro, cuando veía que la niña apenas si tenía dos o tres galletitas para pasar el mediodía.

-Te dejo mi vianda- Y se iba a corretear con sus compañeros hasta la hora de regresar a las aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza de devorar la ración.

Naomi...poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún...El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21 de junio y anunció las vacaciones escolares.

Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese año los ensombreció a los dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezaran. Su comienzo significaba que tendrían que dejar de verse durante un mes y medio inacabable.

A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, sus familias no se conocían. Ni siquiera tenían entonces la posibilidad de encontrarse en alguna visita. Había que esperar pacientemente la reanudación de las clases.

Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque... Se fue julio, y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque... Y aunque no lo supieran: ¡Por fin llegó agosto! -pensaron los dos al mismo tiempo.

Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto con sus padres, hacia la aldea de Miyashima. Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas que veían apilarse vasijas en todos los rincones de su local.

Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la misma dedicación de otras épocas.

-Para cuando termine la guerra..._decía el abuelo. -Todo acaba algún día...- comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuando recordaba a Naomi. ¿Y Naomi?

El primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alrededor. Un desierto helado y ella atravesándolo.
Abandonó el tatami (tradicional cubrecama japonés), se deslizó de puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió la ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le devolvió un suspiro.

El dos y el tres de agosto escribió, trabajosamente, sus primeros haikus (breve poema de diecisiete sílabas, típica poesía japonesa)


Lento se apaga el verano.
Enciendo lámpara y sonrisas.
Pronto florecerán los crisatemos.
Espera corazón.

Después, achicó en rollitos ambos papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en la que escondía sus pequeños tesoros de la curiosidad de sus hermanos. El cuatro y el cinco de agosto se lo pasó ayudando a su madre y a las tías. ¡Era tanta ropa que remendar! Sin embargo, esa tarea no le disgustaba. Naomi siempre sabía hallar el modo de convertir en un juego entretenido lo que acaso resultaba aburridísimo para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que cada doscientas veintidós puntadas podía sujetar un deseo para que se cumpliese.

La aguja iba y venía, laboriosa. Así quedó en el pantalón de su hermano menor el ruego de que finalizara enseguida esa espantosa guerra, y en los puños de la camisa de su papá, el pedido de que Toshiro no la olvidara nunca... Y los dos deseos se cumplieron. Pero el mundo tenía sus planes...
Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima. Naomi se ajustaba el obi (faja ancha) de su kimono y recuerda a su amigo:- ¿qué estará haciendo ahora?. "Ahora", Toshiro pesca en la isla mientras se pregunta:- ¿Qué estará haciendo Naomi?.

En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima. En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez un cielo. El cielo de Hiroshima. Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad.

En ella una mamá amamanta a su hijo por última vez. Dos viejos trenzan bambúes por última vez. Una docena de chicos canturrea: "Donguri - Koro koro-DonguriKo...“ (Verso de una canción popular japonesa) por última vez. Miles de hombres piensan en mañana por última vez. Naomi sale para hacer los mandados.

Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río. Y medio millón de japoneses medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos desaparecen edificios, árboles, calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima.

Ya ninguno de los sobrevivientes podrá volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido. Nadie será ya quien era. Hiroshima arrasado por un hongo atómico. Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando.

Recién en diciembre Toshiro logró averiguar donde estaba Naomi. ¡Y que aún estaba viva, Dios! Ella y su familia, internados en el hospital ubicado en una localidad próxima a Hiroshima. Como tantos otros cientos de miles que también habían sobrevivido al horror, aunque el horror estuviera ahora instalado dentro de ellos, en su misma sangre.

Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana. El invierno se insinuaba ya en el aire y el muchacho no sabía si era el frío exterior o su pensamiento que lo hacía tiritar. Naomi se hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Con los ojos abiertos y la mirada inmóvil. Ya no tenía sus trenzas. Apenas una tenue pelusita oscura.

Sobre su mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.

-Voy a morirme, Toshiro... -susurro, no bien su amigo se paró, en silencio, al lado de su cama-. Nunca llegaré a plegar las mil grullas que me hacen falta... Mil grullas o Semba-Tsuru, como se dice en japonés. (Una creencia popular japonesa asegura que haciendo mil grullas- según enseña a hacerlo el origami, se logra alcanzar larga vida y felicidad)

Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita. Sólo veinte. Después las juntó cuidadosamente antes de guardarlas en el bolsillo de su chaqueta.

-Te vas a curar, Naomi -le dijo entonces-, pero su amiga no le oía ya. Se había quedado dormida.
El muchachito salió del hospital bebiéndose las lágrimas. Ni la madre, ni el padre ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron aquella noche él por que de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí. Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros parecían haberse esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron sorprendidos.

En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre las sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza de que nadie más que él continuaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las mantas.

Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en secreto y volvió a su lecho. La tijera la llevaba oculta entre sus ropas. Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recortó primero novecientos cuadraditos y luego los plegó, uno por uno, hasta completar las mil grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles las que ella había hecho. Ya amanecía. El muchacho se encontraba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en grupos de diez las frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran el vuelo, suspendidas como estaban de en un leve hilo de coser, una encima de la otra.

Con los dedos paspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de su furoshiki (tela cuadrangular que se usa para formar una bolsa) y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara, por esa única vez, tomó sin pedir permiso la bicicleta de sus primos.

No había tiempo que perder, imposible recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros que lo separaban del hospital. La vida de Naomi dependía de esas grullas.

-Prohibidas las visitas a esta hora - le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la enorme sala en uno de cuyos extremos estaba la cama de su querida amiga.
Toshiro insistió:

-Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho. Por favor...
Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las avecitas de papel. Con la misma aparente impasibilidad con que momentos antes le había cerrado el paso, se hizo a un lado y le permitió entrar:

-Pero cinco minutos, ¿eh?.

Naomi dormía. Tratando de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobre la mesa de luz y luego se subió. Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero lo alcanzó. Y en un rato estaban las mi grullas pendiendo del techo; los cien hilos entrelazados, firmemente sujetos con alfileres.

Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió que Naomi lo estaba observando. Tenía la cabecita echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos.

-Son hermosas, Tosí-chan(diminutivo de Toshiro), gracias...

-Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas. Y el muchacho abandonó la sala sin darse vuelta.
En la luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas empezaron a balancearse por el viento que la enfermera también dejó colar, al entreabrir por unos instantes la ventana. Los ojos de Naomi seguían sonriendo.

La niña murió al día siguiente. Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los adultos. ¿Cómo podrían mil frágiles avecitas de papel vencer el horror instalado en su sangre?

Febrero de 1976

Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y es gerente de sucursal de un banco establecido en Londres. Serio y poco comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el aluvión de papeles con importantes informes y mensajes telegráficos que habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se encuentran algunas grullas de origami dispersas al azar.

Grullas seguramente hechas por él, pero en algún momento en que nadie consigue sorprenderlo.

Grullas desplegando alas en las que se descubren las cifras de la máquina de calcular...

Grullas surgidas de servilletitas con impresos de los más sofisticados restaurantes...

Grullas y más grullas.

Y los empleados comentan, divertidos, que el gerente debe creer en aquella superstición japonesa.

-Algún día completará las mil... - cuchicheaban entre risitas- ¿Se animará entonces a colgarlas sobre su escritorio?

Ninguno sospechaba, siquiera, la entrañable relación que esas grullas tienen con la perdida Hiroshima de su niñez. Con su perdido amor primero.

Fin

Autor desconocido
Presentación: Walter Monroig

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